Hace ya un cierto tiempo ha ido encontrando un lugar en la agenda de discusión pública, el tema de una nueva Constitución. Por cierto, la posición de este tema no ha sido algo gratuito ni casual. Ha estado ligado a la emergencia y relativa consolidación de distintos movimientos sociales y, al mismo tiempo, a la creciente desafección que expresa la ciudadanía con el actuar de la elite dirigente.
Hace ya un tiempo, la necesidad de una nueva Constitución ha ido encontrando un lugar en la agenda. Por cierto, la posición de este tema no ha sido algo gratuito ni casual. Ha estado ligado a la emergencia y relativa consolidación de distintos movimientos sociales y, al mismo tiempo, a la creciente desafección que expresa la ciudadanía con el actuar de la elite dirigente y la política realmente existente. Ahí tenemos el accionar de estudiantes, mapuches, consumidores, pescadores artesanales, medioambientalistas, funcionarios públicos y trabajadores, entre muchos otros.
Lentamente se abre camino en la conciencia de buena parte de los chilenos y chilenas, de que encontrar una solución a sus problemas de vida diaria, de participación y representación, pasa no por retoques parciales o nuevas ofertas, sino por un cambio de rumbo, de sentido y significado de la política aplicada hasta ahora. El mejor ejemplo de todo esto es la educación. A pesar de la modificación de la LOCE en LGE, producto de la así llamada “revolución pingüina”, los problemas no han terminado y las demandas no han podido cumplirse. Lo mismo sucede con la situación de los pueblos originarios, y en particular, con el pueblo mapuche. Otro tanto ocurre en el ámbito económico con los abusos de poder que hacen grandes empresas y bancos. Sumando además los ingredientes de corrupción privado-pública que recorren el sistema. Todo ello, sin contar con que las cuotas de desigualdad se mantienen incólumes hace ya muchos años...