A quienes nos ocupamos profesionalmente de la filosofía irrita el fetichismo con el que algunos intelectuales citan los nombres (a veces solo los nombres) de grandes filósofos, tanto en trabajos científicos como en columnas de opinión.
Por lo general, los filósofos citamos a otros filósofos en tres circunstancias. Primero, cuando creemos que el objeto que estamos considerando es producido por la historia de sus interpretaciones filosóficas: lo real no es lo que se da ahí afuera tal como lo vemos, sino tal como hemos aprendido a formularlo y a pensarlo a lo largo de la historia. Segundo, cuando juzgamos necesario refutar afirmaciones y argumentaciones de otros filósofos o, inversamente, explicitar nuestros puntos de partida. Finalmente, cuando hacemos algún trabajo de tipo histórico y filológico. En este último caso, la erudición no es vanagloria sino requisito básico, aunque las referencias bibliográficas, que pueden llegar a ser abundantes (hay especialidades que suponen tradiciones milenarias), nunca van destinadas a grandes audiencias. En general, el trabajo de los filósofos nunca va dirigido a grandes audiencias.
Todo otro uso de los nombres de filósofos o de filósofas nos parece desubicado o de mal gusto. Pero no sólo eso: nada escandaliza más al sentido común filosófico que los argumentos de autoridad. Las referencias filosóficas suelen ser síntoma de una debilidad por ese tipo de argumentos. En el mejor de los casos. En el peor de los casos, es puro deseo de paralizar a una audiencia. Y este, el peor de los casos, no es el más penoso: a veces, se trata sólo de una mala jugada del inconsciente (eso que todo el mundo sabe de uno salvo uno), que desinhibe complejos y sentimientos de inferioridad.
En Chile, los programas de filosofía en educación media están completamente desactualizados, en sus contenidos y en sus enfoques. La cantidad de horas que se le dedica a la disciplina está lejos de permitir una formación elemental mínimamente satisfactoria, por buenos o exigidos que sean estudiantes y profesores. No debe extrañar la facilidad con que el mero nombre propio de un filósofo, por lo general el de Kant (como hasta hace no mucho era el de Heidegger), desarme a un interlocutor, incluso informado y serio. De hecho, mientras más informado y serio sea un interlocutor, más parece susceptible de ser paralizado. Si no sabe o no entiende u olvidó de qué le hablan, lo último que cruzará por su cabeza es que el sistema al que le confió su educación media simplemente no lo preparó como debía.
En lugar de despreciar el pintoresco fetichismo de los intelectuales nacionales por el nombre de los filósofos, deberíamos ver en él una excelente oportunidad. La gente en Chile quiere o necesita filosofía. Si profanos hacen referencia a la autoridad filosófica para ahorrarse el trabajo de explicitar los presupuestos de lo que dicen, o porque idolatran la imagen de intelectuales que formaron de sí mismos, entonces existe conciencia de que el trabajo filosófico es valioso y digno del mayor esfuerzo.
El filósofo se pregunta no qué cosa es esto o aquello, sino qué significa ser. Se pregunta no por qué se dio algo en lugar de otra cosa o en lugar de nada, sino por lo que posibilita la emergencia y eventualmente la manipulación de lo dado. Se pregunta no por cuál es el mejor orden económico y político, sino por cuál es el marco de referencia de cualquier discusión seria sobre política y economía, lo que supone entender cómo la vida humana ha venido a pensarse indisociable de su autoproducción, y ésta de la riqueza y del poder. El filósofo jamás pontifica sobre lo que es correcto o incorrecto, bueno o malo; el filósofo busca entender con qué discurso podemos poner de manifiesto lo malo y lo incorrecto, por definición reacios a quedar de manifiesto.
Seamos optimistas. Si existe un deseo de filosofía, existirán las maneras de justificarla. Y justificarla es necesario no por amor a la sabiduría, sino por amor a una universidad que se hunde casi con orgullo en la ultra-profesionalización y en la ultra-ideologización, y sobre todo por amor a los futuros ciudadanos, que se forman según un programa de educación media que reclama con urgencia cambios sustanciales en la disciplina.ç
Por Juan Manuel Garrido es Doctor en Filosofía por la U. de Estrasburgo, Francia. Es profesor de Filosofía Contemporánea en la Universidad Alberto Hurtado. Entre sus publicaciones se cuentan La formation des formes (París: Galilée, 2008) y On Time, Being, and Hunger. Challenging the Traditional Way of Thinking Life (New York: Fordham University Press, 2012).